martes, 5 de junio de 2012

El Verdugo (1963) - Luis García Berlanga


El gigante ibérico Berlanga, de privilegiado lugar entre los cineastas españoles, y del mundo entero, es el encargado de dirigir esta cinta, considerada por muchos críticos como la mejor película jamás rodada en territorio español. Berlanga materializa uno de los más brillantes ejercicios de su cine impregnado de profunda repugnancia, desprecio y mordaz crítica a la sociedad que era producto del franquismo que tantos problemas le trajo, pues la cinta tendría que superar innumerables e indecibles obstáculos impuestos por el dictador. Es la historia de un verdugo, cuya hija se relaciona con el enterrador del pueblo, trabajador de una funeraria que se enamorará de la fémina, casándose y procreando descendencia, pero generándose una verdadera disyuntiva y dilema para el joven yerno, que, por obligaciones e ineptitudes burocráticas que bordan lo absurdo, para no perder el piso donde viven él y su creciente familia, deberá seguir con la senda fatal de su suegro, y convertirse en el nuevo verdugo, oficio bizarro que tratará hasta el final de evitar, pero que terminará desempeñando a la fuerza. La sociedad consume y absorbe al individuo, uno de los temas predilectos en esta etapa del realizador, y esta es una de las mejores cintas que haya realizado el director, con una plana actoral de primerísimo nivel, a la altura de una cinta mítica, con Nino Manfredi como el enterrador, Emma Penella como su mujer, y el descomunal José Isbert como el verdugo, todos solventes, que realizan una película de cinco estrellas.

   



En la España de inicios de los 60, a una funeraria llega un cadáver, en su ataúd, lo carga José Luis Rodríguez, y poco después, aparece el verdugo, Amadeo, que firma los papeles del caso, y al retirarse, recibe un aventón en la camioneta funeraria, charla con José Luis y otro trabajador. Olvida el verdugo su maletín en la camioneta, y José Luis se lo lleva hasta su casa, conociendo a su hija Carmen. Toman café, los tres, hablan de la pena de muerte, Amadeo protestante sobre ella, y el enterrador se muestra escéptico. Vuelve José Luis al cuchitril donde vive, un cuartucho donde entran apretados con su hermano y su cuñada, hasta donde lo va a buscar Amadeo, lo invita a un picnic, donde pasa tiempo con Carmen, se van enamorando, con el pasar de los días la va cortejando, y no demoran en consumar el idilio. Entonces, estando ambos en la casa de ella, llega Amadeo, contento por haber conseguido un piso, un cuarto donde vivir con Carmen, y ella al revelarle su nueva relación, saca de quicio a su padre, a quien José Luis le promete que se casará con Carmen, solo para mitigar su furia. Pero, impensadamente, efectivamente se realiza una boda, pues Carmen quedó embarazada, y se casan, pese a las trabas de que los testigos no querían firmar las actas por temores burocráticos.




Ya casados, ambos van con Amadeo a revisar el piso, pero se dan con la sorpresa de que el lugar ha sido designado para otra familia, y, otra vez, por trabas burocráticas, no lo obtendrán al estar casada Carmen, por lo que deberán mentir y probar su soltería. Al intentarlo, ven que no tiene caso seguir mintiendo, y que la única forma de mantener el piso designado al verdugo, es que su yerno perpetúe el oficio, por lo que José Luis deberá seguir la tradición. A regañadientes, es llevado a iniciar los trámites de su nuevo oficio; en las calles, el pobre José Luis arbitra discusiones, y hasta pone su dinero para solucionar rencillas, temeroso de que alguien sea condenado, y se convierta en su primer trabajo. Pasa el tiempo, el bebé ha nacido, se mudan los cuatro al nuevo piso, y entonces, se notifica a José Luis, el primer trabajo ha llegado, y él, aterrorizado, quiere dimitir. Encuentran que la victima ha enfermado, deben esperar su mejoría. José Luis es solicitado, debe ejecutar, el novato está aterrorizado, anhela indulto a la victima que nunca llega, y ahora sí, a rastras es llevado, y cumple su oficio. Al volver, afirma que nunca volverá a hacerlo. Amadeo dice que lo mismo dijo él en su momento.




El sensacional realizador español termina de esta forma una deliciosa y exquisita comedia, del más negro humor, de la más ácida y mordaz crítica, la crítica más efectiva de todas, la que se desliza delicada pero determinadamente a través del refinado humor. La forma en que Berlanga materializa su crítica contra el totalitarismo franquista se basa en el retrato de la sociedad que es producto de este régimen, blanco de toda la artillería pesada del realizador. Selecciona para esto un ser bizarro, el más bizarro personaje, el mensajero de la muerte, el encargado de finiquitar existencias, el que lleva a cabo la labor que nadie más quiere hacer, el verdugo. Este verdugo es una singular imagen, ajeno a lo que pudiese uno imaginar, resulta ser un frágil y gastado anciano, alguien que, como dicen quienes apenas lo ven, es un personaje con quien si se encuentra uno en el mercado o la calle, no se imaginaría a lo que se dedica. Es un ser que despierta agridulces reacciones, unos se muestran intrigados por su persona, otros, por el contrario, se espantan y le repudian, como el propio José Luis lo hace al inicio, pues es el portador de la muerte, el ser indeseable, el amigo del fenecimiento, se evita hasta tocarlo, y es capaz de arruinar el apetito de quien interactúe demasiado con él. Es un atípico personaje, el verdugo que reniega de lo inhumano de la pena de muerte, “la raza degenera” afirma, desprecia la naturaleza degradante de su oficio, hablando del garrote, o de la silla eléctrica, o de la guillotina, inútiles esfuerzos algunos de dignificar la inhumana extinción de la vida, mientras saca de su maletín los instrumentos de muerte, que llevan sórdidas experiencias; pero después de todo, concilia todo afirmando que es la pena de muerte, es la ley, debe aplicarse, y que alguien la tiene que ejecutar, la resignación y el conocido pesimismo berlanguiano se manifiestan.






Y a su alrededor, los seres que se relacionan con él, que, por su propia naturaleza de verdugo, están impregnados de la sordidez del mensajero de la muerte. Empezando por Carmen, la hija del hombre que ejecuta a los condenados, la mujer que espanta todo atisbo de cortejo, que ahuyenta a cualquier tibio aspirante a pretendiente al saber la clase de suegro que tendría, y ella no es ajena a su situación, ella sabe que la vida le está ganando, que envejece y se acerca a convertirse en una solterona. Por el otro lado, José Luis, en similar situación, ahuyentando a toda fémina que se puede interesar en él en cuanto se enteran de su oficio, enterrador, lidiando con cadáveres para vivir; la afinidad, pues, es inmediata e ineludible, y claro, ella, que no es tonta, se lo asegura prontamente ni corta ni perezosa, con el embarazo, le pone el grillete de por vida. Y es aquí donde se produce el punto de inflexión, donde la situación dilema se materializa, donde la mayor disyuntiva invade y atormenta al atribulado José Luis: de pronto se ve enfrascado en ineludible obligación, se ve forzado a ejercer un oficio que abomina, la sociedad, y todo su peso, lo abruman, absorben y vencen su inútil resistencia, su individual élan es subordinado a la colectividad de la gigantesca sociedad, de pronto se ve en la disyuntiva, entre la espada y la pared, si no mata, si no ejecuta, si no ejerce de verdugo, perderá el piso, la morada donde su creciente familia reside, el más bizarro e impensado de los dilemas se le presenta. Queda evidenciada también la poderosa y corrosiva crítica al sistema, a la despreciable e insoportable burocracia y toda su frialdad, cuando el anciano, por jubilarse, perderá el piso que se le ha designado, y al querer dárselo a su hija, el piso se pierde pues ella ha contraído nupcias, el piso es para el verdugo, y si se desea habitarlo, un verdugo debe hacerlo, el único, pues, que puede hacerlo es el atormentado José Luis. La sociedad misma engendra absurda situación, la sociedad misma engendra ridícula circunstancia, incontrolable remolino, incontrolable succionadora que terminará por abrumar y doblegar al derrotado José Luis, el individuo es devorado y consumido por la sociedad, una sociedad en la que se pierde el valor de su individualidad.


La infeliz víctima de una sociedad que lo consume y absorbe.


Singular y bizarra pareja, la hija del verdugo, y el enterrador.

Ante su disyuntiva, ineludible imposición de la sociedad.


Berlanga retrata todo esto con la maestría de uno de los más grandes directores ibéricos, sino el mejor, nos introduce al entorno más íntimo de esta clase social, a la cercanía más íntima, y en esa intimidad, apreciamos sus inseguridades, sus supersticiones, sus temores y frivolidades, sus tics, configura un estupendo bosquejo de la sociedad de su tiempo, el folklore callejero, el argot de la época, y con su tan cercano enfoque, con esa aproximación en la que casi nos hace parte de la historia, nos desnuda su más humano retrato. El éxito en este aspecto se debe en gran parte a un soberbio y sólido guión, fruto de la colaboración de un magistral Rafael Azcona, mano derecha de Berlanga, y con quien conformaría uno de los más memorables tándems del cine español, es el creador de esos ingeniosos diálogos, creador de las ridículas e hilarantes situaciones, con las memorables imágenes de un José Luis que es atrapado por Amadeo, en su propia casa, intimando con su propia hija, y el infeliz sepulturero, cuando le afirma que es un individuo noble, de honestas intenciones, ni siquiera es capaz de mantener sus pantalones puestos mientras pide la mano de su hija. Se trata de patéticos personajes, de granujas, de canallas, ni siquiera pueden mentir ni convencer de ser honorables sin que se le caigan los pantalones, poderosa imagen del guión. Estos cómicos e ingeniosos momentos están dispersos por toda la cinta, cada situación de humor más negro que la anterior, cómo olvidar a Carmen tratando de adivinar la talla de cuello de su marido, e, imposibilitada de hacerlo, pregunta a su padre por la talla, y éste, verdugo experto en la materia, con un somero vistazo determina la medida: es pues, un negrísimo humor, una negrísima comedia. El excelente entramado y la construcción narrativa, además de la sólida estructura del guión, queda plasmado a su vez en la imagen de José Luis, el nuevo verdugo, siendo llevado a rastras a encontrarse con su nuevo destino, a cumplir con lo inaplazable, el ejecutor parece el ejecutado, suplicando por el indulto, la más absurda figura, la figura hija y fruto de la sociedad y el sistema, quedan materializados, la poderosa ironía del maestro Berlanga está servida.



Preparando el instrumento de muerte.


Una herramienta de trabajo del verdugo.


De más está decir cuántas trabas encontró la cinta en su momento, siendo demorado su estreno en su propio país de origen, pero, como suele suceder, el tiempo y la historia se encargarían de poner a la cinta en el lugar de privilegio que ocupa. Franco evidentemente dificultó esto, atizándole las conexiones comunistas a Berlanga, o hechos como el que repetidamente José Luis mencione su deseo de irse a Alemania a aprender sobre motores -inclusive en un corte editado, estos parlamentos son eliminados-, y es recordada la célebre frase del dictador, de  “sé que Berlanga no es comunista, es algo peor… es un mal español”, así es como se paga desafiar a un dictador totalitarista. Sea como fuere, la cinta logró salir a flote, con retraso y todo, y se convirtió en el magno clásico que es hoy en día. Y las actuaciones, por supuesto, de sacarse el sombrero, un auténtico deleite. Nino Manfredi es muy correcto encarnando a la horrorizada victima de la sociedad, que inclusive anda por las calles de solucionador de conflictos, y desembolsa su propio dinero para evitar se materialice su más impensable oficio, una realidad que no puede evitar se concrete; su actuación es notable y a la altura de la circunstancia. Emma Penella asimismo jamás desentona, aire de juventud, de cierta inocencia, pero a la vez de mucho maquiavelismo, entre ella y su padre atraparon a la víctima, el enterrador, ellos fabricaron su peor pesadilla. Pero quien se lleva las palmas es el descomunal José Isbert, un actor a quien los años no hicieron más que perfeccionar, y lo que resulta más impresionante de este individuo es que no parece un actor, me permito explicar mis palabras: no me parece ver a un actor realizando su trabajo, sino, genuinamente a un sencillo y frágil hombre de pueblo, a un viejo y gastado personaje, a un esclavo del sistema, a un resignado elemento de ese burocrático sistema, esto es algo invaluable en un actor; llega a tanto su sencillez, que uno no se imagina a ese frágil anciano con el garrote, el senecto verdugo con su aguardentosa voz que trae la muerte a su paso, era esto exactamente lo que requería el personaje, y Berlanga acierta al cien por ciento reclutando a quien probablemente sea su más valioso baluarte actoral. Es lo mejor de la cinta Isbert, se desenvuelve como pez en el agua, la actuación es lo suyo, y no es un trabajo, es algo que le fluye de las venas, todo un señor, protagonista de los más hilarantes momentos, de los puntos de inflexión, y claro, de la bizarra clausura, cuando el nuevo verdugo ha iniciado ya su fatal espiral, y cuando afirma no volverá a hacerlo, el anciano, cargando a su nieto, a la nueva sangre, ríe sórdidamente, afirmando lapidariamente, “yo dije lo mismo la primera vez”, colofón tan sencillo como contundente y exquisito. Cinta de cinco estrellas, auténtico deleite, auténtica gozada, entrañable e inmortal comedia, de lo mejor de la producción cinematográfica ibérica, cinta emblema de Berlanga.



Inmortal Pepe Isbert.

El fetiche berlanguiano en acción.

Dando una nueva cátedra de actuación. 

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