lunes, 26 de marzo de 2012

Jane Eyre (1943) - Robert Stevenson

El realizador Stevenson dirige esta adaptación a la pantalla grande uno de los clásicos de la literatura inglesa, realizando un trabajo bastante decente, dentro de las no muchas adaptaciones de las que este universal texto literario ha sido objeto. Conocido es relativamente el argumento de la historia, Jane Eyre, huérfana, que tuvo una dura infancia, siendo criada por su tía, recibiendo escaso cariño y mucho trato duro, lucha por salir adelante, hasta que es contratada por el señor Edward Rochester, con una dura personalidad que al inicio parecerá impenetrable en su impermeable cáscara, pero con quien poco a poco se irá acercando cada vez más. Llegan a desarrollar un fuerte amor, que es capaz de vencer impensadas dificultades, incluyendo una eventual amenaza de ceguera para él, y se quedan finalmente juntos, Jane Eyre tiene un final feliz y un final respiro al suplicio de toda una vida. La cinta está impecablemente interpretada, y es este uno de los puntos fuertes del filme, su sólido cimiento interpretativo, en el que vemos a Joan Fontaine caracterizando a la atormentada huérfana, y, sobre todo, al descomunal y multifacético Orson Welles, uno de los dioses del cine yanqui y mundial para encarnar a Rochester, y, por supuesto, Welles hace un trabajo a la altura de los más grandes, su actuación es de lo mejor de la cinta. Con un soporte así, el trabajo se simplifica mucho, y una más que correcta dirección de Stevenson termina por configurar una muy rescatable versionada del clásico inglés.

           


Se hace una introducción al filme, un texto de la obra misma, habla Jane, habla de su infancia, dura, sin hogar y sin suerte, al igual que sin cariño. Vivió con su tía, la señora Reed (Agnes Moorehead), una tiránica mujer que la consideraba malvada, y que no dudó en cederla a un hombre, que se la llevó. De esta forma se va con Henry Brocklehurst (Henry Daniell), que resulta otro tiránico sujeto; acude ella a una rígida escuela, donde Brocklehurst dice a todos lo malvada que es, es castigada el día entero que apenas llega, se ordena que nadie le hable. Solo tiene una amiga, Helen Burns (jovencísima y ya bella Elizabeth Taylor), que le da comida, se hacen amigas. Mientras su supuesto protector es un tirano, el Dr. Rivers (John Sutton) es de los pocos que la tratan bien, y cuando su querida amiga Helen muere, Jane sufre mucho. Pero el tiempo pasa, es ya una jovencita (Fontaine entonces), y en su educación, obtiene notas sobresalientes, ella es nombrada incluso maestra por ello, pero rechaza la oferta, busca trabajo como institutriz, y pese a que se lo dificulta Brocklehurst, lo consigue, y se muda. Llega a la nueva casa, conoce a Adele Varens (Margaret O'Brien), sobrina del dueño, le habla de lo refunfuñón que es éste, Edward Rochester (Welles), a quien conoce poco después, sin saber quién es, pero luego se presentan debidamente, adentro de la casa, y Rochester la hace tocar el piano.





Rochester es muy frio y rudo en su trato, le temen, sobre todo Adele, pero un día le habla a Jane, quiere saber más de ella, con su inevitable tosquedad al hablarle, le desea que sea feliz en su estadía, ella se siente cohibida, pero a la vez le despierta interés su nuevo señor. Poco después, se produce durante la noche un incendio en la casa, Jane lo nota y despierta a Rochester, salvándole la vida, y está agradecido. Luego se entera que Rochester se ha ido de casa, tras lo cual, sube unas escaleras, y llega a un extraño habitáculo, donde reside una suerte de ermitaña. Pasa el tiempo, y Rochester vuelve, recibiendo muchas visitas, distinguidas, entre las que se encuentra una joven con la que ha tenido un pasado. Se van acercando más con Rochester, pero ella se siente celosa con la señorita. Uno de sus conocidos, Mason (John Abbott), aparece poco después herido, Rochester se esmera en ocultarlo, mientras Jane lo ayuda y sirve. A solas, su señor le habla con soltura, se abre y le habla de su interior, y de que se casará con su antigua novia, Jane deberá irse, le ha conseguido un trabajo en Irlanda, pero a la hora de despedirse, Rochester se le declara, y ella le corresponde. Cuando están a punto de casarse, resulta que Rochester ya lo estaba, la ermitaña es su esposa, enloquecida, y Mason, su cuñado. Pese a amarase, Jane se va, vuelve con su tía Reed, seriamente enferma, y se entera que Rochester la está buscando. Al volver, la casa está cenizas, todo se quemó, y la esposa del señor murió, él ha quedado ciego, pero al estar juntos, recupera poco a poco la vista, a tiempo para ver a su primer hijo, pues viven juntos finalmente.





Termina de esta forma una adaptación bastante atractiva de la novela inglesa, una novela que, valgan verdades, al no haber tenido la suerte de leer aún, me centraré únicamente en el análisis del filme. Un filme que tiene un buen desarrollo, desde el comienzo, una gran trabajo inicial narrando el infantil mundo en el que se desenvolvió Jane, que, ajeno a las alegrías comunes de esa edad, estuvo plagado de tristeza, sufrimiento. Y las actuaciones de las jovencitas Peggy Ann Garner y Liz Taylor son sorprendentemente agradables, y potenciado por un inteligente trabajo con los primeros planos, son notables pues los segmentos iniciales de la obra, en el que se registra el religioso mundo en que creció Jane, sufrida huérfana, presa de tiránicos maltratos. Ahondando más, es resaltante el excelente trabajo de cámara, ya sea en los correctos planos para interiores, así como en poderosos encuadres para exteriores, con imponentes y mayormente aciagos cielos que coronan la incontenible naturaleza del área rural, oscuras y tenebrosas imágenes, que parecieran vaticinar los malos tiempos por venir, una expresión visual de notar, la fuerza de sus imágenes, de sus escenarios y paisajes, es todo, imponentes, remarcados por los fuertes contrastes, notables claroscuros, es un encomiable trabajo. Esto se complementa a la perfección con un excelente dominio de las sombras y luces, la soberbia combinación de ambos, sobre todo la fuerte presencia de las sombras, de la oscuridad, que invade todo derramándose por la residencia, resaltando la secuencia de Jane subiendo a la torre, donde el tono lúgubre es desbordante, pero invaden las sombras también incluso a los propios personajes, sobre todo, por supuesto, a Rochester, invadiendo esas tinieblas el rostro grave y adusto de Welles, sumiéndolo en la lejanía, en el misterio, en lo inalcanzable.





Si una secuencia considero se debe resaltar muy por encima de todas, definitivamente esta es aquella en que Rochester se abre a Jane, le confiesa primero todo su sentir, y le dice que debe casarse con su antigua novia, que debe partir ella a Irlanda, y luego, cuando debían despedirse, no puede evitar el rudo señor declarar su amor, secuencia que tiene momentos de agradable teatralidad, iniciándose con niebla que asoma, pero terminando con una poderosa tormenta, fuerte e impactante elemento que refuerza el momento; finalmente ambos se profesan su amor, y ella acepta casarse con su señor, la secuencia es visual y narrativamente poderosa, de lo mejor del filme. Cabe resaltar además el respeto que se tiene por la obra, al introducirnos visual y literalmente a ciertos pasajes del texto, contadas pero valiosas aproximaciones al relato directo del texto, y a través del infinito universo de la literatura, podemos ahondar en los sentimientos de Jane, sus inquietudes, sus pensamientos, por ejemplo de cómo se siente intrigada por Rochester, no sabe el porqué de su dureza, pero le interesa saber mucho la fuente y la razón de la misma. En el apartado de actuaciones, Welles descolla como siempre, sabidas sus bondades actorales, encarna excelentemente a Rochester, rudo, duro, frío y tosco, su fuerte presencia, y su grave voz, son perfectamente coherentes con el áspero y espinoso personaje, impermeable y hermético al inicio, pero que descubre poco a poco su interior, y el director de Ciudadano Kane se muestra tan señorial y cumplidor como de costumbre. Joan Fontaine realiza un buen trabajo también, su encarnación de Jane Eyre, protagonista, convence y conmueve, su rostro es poético, refleja todo su sufrimiento, toda su pasión, y los primeros planos, siempre inteligentes, saben remarcar su interpretación. Otro apartado es la música, de uno de los más ilustres dómines del tema, Bernard Herrmann, su hermosa partitura tiene pasajes poderosos e intensos, imponentes, pero también sentimentales, que se van esparciendo por toda la cinta, acompañando a las acciones, y repotenciándolas con toda la fuerza y dominio de un maestro en la materia, es estupendo el siempre alturado acompañamiento musical de Herrmann. Su aporte es definitivo para generar la naturaleza trágica, atormentada e intensa de la protagonista y de la cinta, la turbulencia del filme, y junto al trabajo visual antes descrito, genera una atmósfera soberbia. Estamos pues ante un muy decente y apreciable trabajo, excelentes actuaciones, igual que la música y la puesta en escena, una muy recomendable cinta.






No hay comentarios:

Publicar un comentario

Posicionamiento Web Perú