martes, 21 de febrero de 2012

Muerte en Venecia (1971) - Luchino Visconti

Dos años después de La caída de los dioses (1969), Visconti continúa trabajando un tema que ya no podría abandonar, la degradación y decadencia humana era ya una obsesión para el director, y proseguiría, con Muerte en Venecia, trabajando ese tópico, y esta cinta podrá considerarse la segunda de la trilogía dedicada a esa temática. Adapta el realizador la novela homónima escrita por Thomas Mann en 1912, respetando mucho la misma, pero evidentemente con las distancias de la literatura al cine, al representar la historia de un compositor, a inicios del siglo XX, cuya salud se ve seriamente deteriorada, por lo que opta por apartarse de todo, y se refugia en Venecia para tomar un descanso. Allí es donde conocerá a Tadzio, un adolescente cuya belleza cautiva al compositor, y cuya admiración lo va consumiendo, mientras la enfermedad avanza, y su cuerpo y espíritu se terminan de deteriorar. Es una de las cintas más aclamadas de Visconti, una oda a la belleza, la belleza inalcanzable, la belleza perfecta, lo platónico del amor, el hermetismo en el que debe permanecer esa belleza, pues de tener contacto, estropearía su perfección. Nuevamente, como en La caída de los dioses, Dirk Bogarde es seleccionado para el papel estelar, el compositor enamorado, y para el papel de Tadzio, el joven y desconocido Björn Andrésen será el encargado, además de la recordada y gran Silvana Mangano, en el breve papel de la madre del joven. Con una mera anecdótica nominación al Oscar a mejor vestuario, la cinta trasciende completamente esa no concretada distinción, y utilizando la bella Sinfonía Nº 5, el omnipresente Adagietto de Gustav Mahler, y se erige como una de las películas más fascinantes y desafiantes de Visconti.

       


Es Venecia, un barco a vapor avanza, en un denso ambiente que posee y se intensifica por la música. En el navío va Gustav von Aschenbach (Bogarde), introspectivo, abstraído de todo, aborda luego una góndola, se dirige al hotel Lido. Llega al elegante y fastuoso hotel, donde se siente mal, y un doctor le informa lo delicado de su estado de salud. Gustav besa el retrato de una mujer, realiza monólogos, se ensimisma con facilidad. Momentos después, baja a la elegante sala de estar del hotel, donde estudia silenciosamente a todos y cada uno de los allí presentes, entre los que destaca para él, un joven (Andrésen). La madre del joven (Mangano), lo llama, pues es la hora de comer, pero el adolescente, que se llama Tadzio, también ha notado a Gustav. Ya en el comedor, ambos se observan con disimulo. Momentos después, Gustav mantiene intensas tertulias sobre la belleza con un camarada suyo, Alfred (Mark Burns), discordando en sus pareceres. Su estado físico va decayendo, pero los encuentros con Tadzio se repiten, siempre observándose mutuamente y en silencio. Gustav se deleita observando a Tadzio también en la playa, donde juega con otros niños, lo observa correr, jugar. Sin embargo, su salud sigue debilitándose, debe partir del hotel, y con pesar se despide, siempre silenciosamente, de su joven admiración.





Pero cuando se está retirando, fuera ya del Lido, su baúl se ha extraviado, por incompetencia del personal, y para alegría suya, impensadamente debe volver al hotel, y con Tadzio. Y así es, vuelve al Lido, y vuelve a ver al adolescente, al mismo tiempo que tiene flashbacks de su familia. Siempre está cerca del joven, a centímetros, por momentos casi tocándolo, pero nunca interactúan. De pronto, se desatan rumores de una epidemia en Venecia, pero al parecer son solo eso, rumores. Poco después Gustav tiene un singular acercamiento a una mujer pianista. Sin embargo, los rumores no son únicamente eso, y una seria enfermedad ha brotado, son varios ya los afectados, pero todos niegan la realidad, se avergüenzan de la epidemia que azota Venecia. Se trata del cólera, que está esparciéndose sin control, pero la gente, y hasta las autoridades, inauditamente lo ocultan, pues de saberse, perjudicaría el turismo. Gustav, que ha seguido manteniendo tertulias con Alfred, va a hacerse acicalar meticulosamente con un barbero, los días han pasado ya, y es tiempo de que Tadzio se vaya. El joven se retira, y un Gustav más enfermo que nunca, fenece, sentado en una silla de playa, a pocos metros de la orilla del mar, observando a lo lejos, caminando, jugando con el mar, a su objeto de admiración.




Culmina de esta forma una cinta que tiene una característica que no muchas películas comparten, y es que prescinde por muchos momentos de diálogos, y es que ciertamente no los necesita, las imágenes son su mejor lenguaje, sus simbolismos, sus alegorías, sus poderosas imágenes serán el elemento más expresivo. Esta cualidad hace notablemente más compleja a la cinta, y hace sentirla por momentos infinita, indescriptible, una complejidad solo equiparable a la novela, relato corto, que, no con poca vergüenza, debo admitir que no he revisado aún. Los silencios, las miradas, esos “huecos” que se sienten, son un inmenso desafío para el espectador, y es que la grandiosidad de los mismos se ven potenciados por la fusión de los momentos con la exquisita sinfonía de Mahler, dotando a la película de una dualidad desbordante, indivisibles elementos que se amalgaman a la perfección para crear momentos de belleza audiovisual desbordante. A ello colabora una cámara etérea, que se acerca y se aleja deslizándose, con una parsimonia envolvente, como la cinta misma, la cámara parece regodearse, parece desempeñarse con beneplácito, paseando su lente por la exquisita representación veneciana de Visconti: su estética obsesiva, su toque aristocrático, su dominio plástico, que se había dejado de lado en La Caída de los Dioses, está de vuelta. En ese complejo y bello escenario es que el genial Visconti nos muestra su personal enfoque de la historia de Gustav, cuya salud física y espiritual de van deteriorando, después de haber vivido singular situación con Tadzio, pues ambos se notaban, sabían perfectamente la existencia uno del otro, pero jamás llegaron a interactuar, no rompen la impenetrable barrera, y la belleza admirada de Gustav permanece así intacta.




Una cinta que es una exaltación de la belleza, sereno pero intenso homenaje a la belleza perfecta, lo hermético que debe ser el amor platónico, una belleza tan absoluta que debe permanecer así, intocable, pura, inalcanzable, en pocas palabras, perfecta. En la admiración silenciosa, en las miradas, está el beneplácito, la mirada es el único medio a través del cual Gustav puede amar a Tadzio, pues de otro modo, destruiría y arruinaría su belleza. La profundidad de la cinta abarca también interrogantes y debates, el origen de la belleza, su naturaleza, y las tertulias con Alfred, aunque breves, ilustran las preocupaciones y la intención de la historia, primero debatiendo a partir de la imposibilidad artística de crear a partir del espíritu, algo con lo que Gustav está en desacuerdo, discusiones en off sobre la fuente de la belleza, y de la necesidad de la maldad en determinadas circunstancias, el campo metafísico es pues preponderante, lo intangible es todo. Alfred tiene un papel muy importante, cuestionando a Gustav y afirmando que éste evade la realidad por terror al error, pues esto devendría en catástrofe, contaminación, además de discutir la relación de arte con realidad y moral, y la música como perfección. Nuevamente, la moral, el espíritu, la subjetividad para el arte, cobran preponderancia, la validez de estas disciplinas como fuente de creación artística son debatidas, involucrando necesariamente al espectador. Y finalmente, vemos al artista decadente sucumbir, sudoroso, debilitado, derrotado, con nigérrima sangre que se pasea por sus sienes, mientras la silueta de Tadzio se aleja, es su fin, ha sido infectado, se ha degradado, como Venecia misma, y la poderosa dualidad del título se manifiesta, pues muere el compositor en Venecia, pero a la vez, la ciudad misma fenece también, a causa del cólera, que la carcome e infecta.







La preocupación por el tiempo, las imágenes de relojes, el simbolismo que ello conlleva, ya está presente también en la obra de Visconti. El simbolismo final también, por supuesto, Gustav en la orilla, en lo terrenal, mientras un etéreo Tadzio juega en el mar, en lo inalcanzable, en lo perfecto, fusionándose prácticamente con el sol, simbolismo de lo absoluto, de lo intocable, y ante lo cual, finalmente un descompuesto Gustav muere. Como se mencionó, Visconti vuelve a utilizar para esta cinta su estética clásica, su dominio de la belleza plástica se aprecia en interiores, y para los exteriores, igualmente su dominio se manifiesta, los inacabables canales venecianos, las góndolas, las estructuras, el italiano, como es costumbre, representa escenarios históricos como pocos directores pueden. Pero como no podía dejar de ser en el director a esa altura de su vida, tenía que representar también decadencia, descomposición, y en esta oportunidad, si bien ya no tan sórdida y directamente como en la cinta inicial de la trilogía del tópico, lo hará por partida doble, a través, tanto de la degradación y descomposición que va gradualmente experimentando Gustav, como de la decadencia de Venecia, una podrida Venecia, que se está pudriendo cada vez más, pero que se niega a aceptarlo, y sus propios habitantes se niegan a  hacerlo, ocultando la innegable verdad, pues esto afectaría su turismo, y de esta forma, la muerte se cierne en ambas situaciones; encadena Visconti un doble simbolismo que refuerza el efecto que busca. En pleno cambio de siglo, con el arribo del vertiginoso siglo XX, de una forma un tanto más benigna que en su anterior película, el realizador explora la descomposición, y también el tema de su propia homosexualidad, en una cinta que sería una suerte de híbrido, siendo nexo entre La Caída de los Dioses, de podredumbre pura, y la homosexualidad de Luis II de Baviera, el rey loco (1972), tópicos ineludibles para el director en el ocaso de su filmografía. Un Dirk Bogarde transformado con el maquillaje encarna excelentemente al introspectivo y ensimismado compositor, que se dice alguna inspiración podría tener en el propio Gustav Mahler; tenemos también la participación de Silvana Mangano, que por supuesto realza la cinta, y con el joven debutante Björn Andrésen, haciendo una distante y correcta interpretación, configuran una de las cintas mejor consideradas del genial Visconti, maximizada y enaltecida por la envolvente y sobrecogedora melodía del gran Mahler.






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