jueves, 10 de noviembre de 2011

La habitación verde (1970) – François Truffaut

Una cinta marcadamente distinta a lo que usualmente presenta Truffaut, que en esta oportunidad se centra en un profundo drama, humano, abstracto, que no es ajeno a ningún individuo: el drama que se pasa cuando se ha perdido a un ser muy querido, la forma en que se afronta esa pérdida, y cómo se trata de superarlo, aunque este singular caso es lo opuesto, cómo se trata de no superar esa desgracia. Basada en los cuentos The Altar of the Dead y The Beast of the Jungle de Henry James, esta cinta retrata la obsesión que tiene un individuo que se rehúsa a dejar atrás la pérdida de su esposa, no se resigna a cerrar ese capítulo, sino que se obsesiona y trata de perpetuar la existencia, si se puede llamar así, de su amada muerta, a través de la creación de un altar pagano donde se puede adorar a los muertos indefinidamente. Truffaut se decide por última vez a intervenir como actor en una película suya, esto lo realizó únicamente en tres ocasiones, y cuando lo hizo, lo hizo porque quería transmitir algo más en su filme, y su actuación es muy correcta, le otorga un nivel de mucho mayor personalismo a la cinta, le impregna ese toque personal del director, dándole mayor significación a una película que se diferencia de lo que rodaba normalmente.

         

El inicio muestra imágenes violentas de guerra, explosiones, muertes, disparos, y la superposición de un primer plano de Truffaut que lo observa todo, es testigo de todo. 10 años después del término de la Primera Guerra Mundial, en una ciudad de Francia, una mujer ha muerto, lo que llena de dolor al viudo, Paul Masigny (Serge Rousseau), que no acepta tal pérdida. Julien Davenne (Truffaut) es íntimo amigo del viudo, ha vivido una situación muy similar, lo apoya y consuela, y le dice que le dedique todo su tiempo, pensamiento y acciones, y que así la manutendrá viva. Conoce a Cecilia Mandel (Nathalie Baye) en una subasta de las pertenencias de la difunta, algo inusual en su rutina de redactor de necrologías, viviendo solo con su ama de llaves y un niño que sufre de incapacidad para hablar correctamente. Acostumbrado a esa rutina, rechaza un mejor trabajo, para quedarse trabajando para sus muertos, es un sujeto atormentado por todos los amigos que perdió en la guerra, los perdió, igual que a su esposa. Obtiene el anillo que buscaba en la subasta, que le pertenecía a ella, y es que traduce su dolor en una habitación verde que consagra a su esposa, sus imágenes, sus pertenencias, todo destila la mujer. Meses después, encuentra a Masigny casado de nuevo, y feliz con su nueva esposa, lo cual lo indigna en extremo por el breve duelo que le dedicó, Julien no concibe el olvido.





Frecuentando con Cecilia, tienen un similar amor por sus muertos, ella los respeta, pero desea avanzar, algo en lo que choca con Julien. Muere Masigny, su supuesto mejor amigo, el punto de equilibrio, su único contacto con una realidad trivial que lo asquea, de la que decidió escindirse totalmente, considera la muerte de su amigo en realidad un alivio. Sigue ensimismado en su hermético mundo, que se ve alterado cuando un incendio destruye su habitación verde, por lo que busca permiso para remodelar una vieja y abandonada capilla, pues resulta que él fue sacerdote en algún momento. Consigue el permiso, y así logra acondicionar la capilla para sus propósitos, y lleva a Cecilia a ver su obra: un templo de adoración a todos sus seres perdidos, un altar donde puede rendir culto a sus muertos, un recinto repleto de muchas fotografías de los difuntos, iluminado por un mar de velas, una por cada muerto. Ella se vuelve su colaboradora, pero una antigua relación no sabida que tuvo con Masigny los aleja, esa cercanía desquicia a Julien, pues lo odia. Solo, cae en la dejadez, pierde la voluntad de vivir, pero ella, enamorada de él, va a verlo, su amor logra rescatarlo en el momento final, pues finalmente muere, el conjunto está ahora acabado y ella prende la ultima vela, la vela para él.





Profundo y serio el drama presentado por Truffaut, que con ese inicio de imágenes bélicas con el fondo del rostro de Julien, nos informa de la atormentada psiquis de ese individuo, un ermitaño sujeto, rígido y herméticamente encerrado en su afán de “mantener vivos” a sus muertos, a quien el propio Truffaut encarna con gran precisión, uno de sus contados trabajos como actor, un detalle que enriquece notablemente la cinta. Muy bien realizado el drama de un sujeto completamente lúcido, consciente, que decide auto aislarse de todo, inmortalizar a su esposa con esa hermética consagración de todas sus acciones y pensamientos a ella, y es que él no piensa dejar todo atrás y avanzar, él persigue seguir con ella, lúcidamente escinde su mundo completamente de la realidad, de una sociedad competitiva que encuentra asquerosa, a la que renuncia. Excelente el tratamiento solemne que le da el director a una historia tan humana, donde más que la preocupación por la propia muerte, preocupa la forma en que se será recordado, se tiene aversión y asco al olvido, al trivial luto que guarda la mente humana, la fragilidad de los recuerdos y de los homenajes que se hacen a los muertos. Julien prefiere a los muertos que a los vivos, hasta el punto de aliviarse de la muerte de su mejor amigo, pues él lo pudrió, lo adentró en la sociedad real. En el máximo de los simbolismos, un muy coherente simbolismo, finalmente Julien muere, pues para ser amado, a su juicio, se debe estar muerto, consuma así sus creencias. Excelente filme el presentado por el querido Truffaut, uno  de los grandes maestros del cine francés.

 

 

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